Xuan Ji
Editora: Daniela Krone
Se aproxima el Año Nuevo Chino, un momento especial para la reunión familiar. La nostalgia no tarda en hacer morada en los corazones de quienes están lejos de sus seres queridos. Aunque el regreso a casa resulta algo fácil en la agenda de muchos, desde la perspectiva de otros se ha convertido en un sueño prácticamente inalcanzable, particularmente para un grupo de personas que durante poco más de cuatro décadas se vio obligado a vivir separado lejos de sus seres queridos, cargando con la amarga desazón de no poder estar cerca de la familia amada.
Hoy compartimos la historia de un miembro de ese grupo. Para que lo entiendas bien, recomendamos que leas primero estas notas sobre el contexto.
La pérdida de la Guerra Civil en 1949 expulsó a un millón de soldados del Partido Nacionalista (conocido también como Kuomintang) de la parte continental de China, quienes desembarcaron en la isla Taiwán para empezar su vida de refugio. La mayoría de los soldados que habían nacido en la parte continental, al tomar el barco de escapada, no pensaban que la separación física de su pueblo natal y su familia fuera a durar tanto tiempo.
En las siguientes cuatro décadas, la política de segregación del régimen de Kuomintang no sólo prohibía los contactos físicos de la isla con la parte continental, sino que también imposibilitaba los intercambios de correo.
En la obra Nostalgia de Yu Guangzhong, poeta isleño de origen continental, entristecido hace uso del verso: La nostalgia es una tumba humilde, yo vivo fuera y mamá dentro. Pero el consuelo literario no podía aplacar el vehemente deseo de los soldados de volver a su pueblo natal y reunirse con sus queridos. Vestidos de la camisa en que ponían el nombre de sus orígenes, salían a la calle –su nuevo campo de batalla– y reclamaban su derecho a volver cantando Mamá, ¿dónde estás? Sus rivales ya no eran los comunistas sino la policía del régimen que les reprimía ferozmente a excusa de su movimiento de “traición a la patria”. Y esta vez, ganaron.
En enero de 1988, después de casi 40 años de luchas durísimas, la primera delegación isleña de los continentales logró pisar de nuevo sobre la tierra de su pueblo natal.
Ahora, escuchemos la historia de Gao Binghan, un veterano que conmueve a toda la nación
1. El portador de las cenizas
Gao Binghan se despidió de la parte continental y fue a la isla de Taiwán en 1948 cuando tan solo tenía 12 años de edad. Era uno de los soldados más jóvenes de Kuomintang, por lo que logró ver el anhelado día de la reconciliación entre ambos lados del estrecho de Taiwán. Sin embargo, muchos de sus compañeros de la tropa no resultaron tan afortunados. La hoja marchita del árbol no alcanza a caer sobre la raíz del mismo.
Tras completarse un largo ciclo de más de cuatro décadas, Gao volvió a visitar a su pueblo en el año 1991. Desde entonces, asumió voluntariamente una misión: devolver las cenizas de los compañeros fallecidos a sus pueblos natales.
Cuando vivo, soy un hijo vagabundo. No quiero seguir siendo un fantasma vagabundo después de morirme.
Eran palabras de los ex soldados que a Gao, sin recordar cuántas veces, le hacían llorar. Durante el prolongado periodo de lucha y espera, muchos compañeros suyos, a quienes el tiempo les venía reduciendo la posibilidad de regresar vivos, le pedían que si algún día podía volver a la parte continental, llevara consigo sus restos mortales a aquellos lugares que extrañaban hasta el último respiro.
(Gao entregó las cenizas del veterano Li a su hija en Shanghai.)
En el correr de poco más de 26 años, a través de innumerables idas y vueltas Gao ha devuelto las cenizas de casi 200 veteranos a sus pueblos de origen. Por esta razón muchos lo llaman “el portador de las cenizas”. Entregaba las urnas en manos de los familiares de sus compañeros fallecidos, y para quienes cuyos familiares ya no podía hallar, enterraba las pequeñas ánforas en el campo o al pie de un árbol en la entrada de sus pueblos murmurando: Compadre, te dejo aquí. Descansa en paz.
Nadie había conocido el verdadero motivo de Gao de asumir esta misión hasta que el propio veterano lo confesó en una entrevista televisiva en el año 2013: pagar un crimen que había cometido medio siglo atrás. En una noche del invierno de 1963, un soldado encargado de velar el islote Jinmen, situado a 6 kilómetros de la ciudad continental Xiamen, se arrojó en el mar y aferrado a lo más grueso de una rueda de coche, ansiaba llegar hasta el otro lado de la costa para allí reunirse con su madre. Desafortunadamente la contracorriente del mar no le hizo el favor y le devolvió al islote. La ley del régimen condenó al desertor a la pena de muerte y Gao, quien trabajaba entonces en la Corte Marcial, fue el juez que le bajó el martillo.
En las investigaciones posteriores, Gao se enteró de que el presunto desertor no era un militar sino un civil secuestrado por la tropa de Kuomintang, la cual necesitaba en ese tiempo más fuerza de trabajo para resistir la ofensiva comunista. El infortunio del fugitivo, comenzó el día que fue abducido en el camino de regreso a casa con las medicinas que acababa de sacar de la farmacia para tratar la enfermedad de su madre. Antes de ser pasado por las armas, el desertor entregó a Gao las medicinas rogándole que se las pasara a su mamá algún día. Mirando el paquete de remedios, Gao no pudo contener las lágrimas…se sentía un “verdugo” por haber cobrado la vida de un hijo que quería tanto a su madre. De ahí el nacimiento del ápodo “portador de las cenizas”.
2. No hay un camino más largo que el de volver a casa…
Las cuatro décadas de segregación fueron al mismo tiempo 40 años de sufrimiento y desolación. El pueblo natal de Gao se encuentra en la provincia continental Shandong, a más de mil kilómetros de la isla de Taiwán. Ante la distancia abismal, Gao tenía que buscar otro remedio para mitigar la nostalgia y evitar seguir los mismos pasos del joven desertor.
Un día, a los refugiados de Shandong en la isla les llegaron 3 kilos de tierra de su provincia natal regalados por un amigo que residía en el extranjero. Aunque a Gao le asignaron sólo 2 cucharadas, para él era el mayor tesoro que podía llegar a recibir. Guardaba una cucharada en la caja de seguridad y la otra la usaba de medicina contra la nostalgia y su dolor, que poco curaban. Cada vez que la añoranza de la familia le sofocaba, ponía unos granitos de la tierra en el agua y la tomaba de un trago. Decía que su corazón estaba lleno de amargura y el agua con la tierra traía la dulzura que podía tan solo tapar un poco de su dolor…era casi como tapar el sol con un dedo. En los días más desesperantes, la medicina que le ayudaba a sobrevivir era la última frase que su madre le había dejado: Hijo, te espero.
(Gao se reencontró con sus compañeros de la infancia en su pueblo natal.)
En 1979, Gao salió de Taiwán por primera vez desde 1948 para visitar a Europa. En España le sorprendió una delegación de la parte continental y se le ocurrió una idea arriesgada: escribir una carta y pedirle a un continental que se la entregara a su familia. Sin embargo, no consiguió la oportunidad de hablar en secreto con esa delegación. Luego la llevó hasta Inglaterra y por vía de Estados Unidos, la misiva finalmente llegó a su destinatario. Se trató de una epístola que dio la vuelta al mundo para cubrir una distancia de mil kilómetros.
La carta de respuesta no vino sino hasta el año siguiente, pero esta vez traía una noticia de golpe mortal: la madre de Gao había fallecido un año atrás. Desconsolado y aturdido, corría como un loco hacia la cúspide de la montaña; mientras sentía su corazón desarmarse lloraba y gritaba con toda la fuerza: ¡Mamá! ¡Te extraño! ¡Mamá! ¡Te quiero!
En 1991, después de 43 años de ausencia, Gao volvió a ponerse frente a la entrada de su pueblo natal. Su reaparición dio un shock a la aldea porque todo el mundo creía que había muerto en la guerra. Los compañeros de la infancia, todos ya canosos, le abrazaban con risas y lágrimas. No obstante, para Gao la visita a casa era algo muy triste. Al entrar en el hogar, le sonaba en la mente la nana que su madre le había cantado. Quedó inmóvil en la casa por un largo tiempo.
En la actualidad, Gao, de 83 años, ejerce una práctica diaria: ponerse un rato la manga de la ropa de su madre en la cabeza como si la querida le estuviera abrazando.
3. Una boda que tardo cuatro décadas en llegar
Durante los 26 años de misión, “el portador de las cenizas” ha entregado los restos de muchos padres a sus hijas y de muchos hijos a sus madres. Pero hay un caso muy especial. Sang Shunliang, compañero de Gao, era estudiante del Instituto Provincial de Policía cuando fue traslado a Taiwán en 1949. Era un hombre guapo con 1,80 metros de alto, pero se mantuvo soltero hasta el día de su fallecimiento. Cuando Gao se dedicaba a la devolución de las cenizas de Sang, descubrió en su testamento una carta:
Querida Xiao,
- años de separación, 30 años de añoranza. ¿Me recuerdas todavía? En verano de 1948, el día en que nos graduamos de la secundaria, quedamos ante el Cielo en casarnos. Te dije que eras la única mujer que tendría en la vida, y me dijiste que no ibas a casarte con nadie excepto conmigo.
En 1949, vine a la isla con mi Instituto. Desde ese tiempo, no dejaba de esperar al día de reunificación para poder cumplir con mi promesa. Sin embargo, el doctor me dijo últimamente que tengo cáncer y me quedan sólo seis meses de vida.
Ya no tendremos la oportunidad de reencontrarnos. Cumplo mis palabras. No me casé con nadie. ¿Y tú? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos? ¿O me sigues esperando?
Esta es una carta que no se puede enviar. Bueno, ¡que sirva como testamento! Tu casa estaba en la aldea Xiao y la mía en la aldea Sang..
Gao llevaba 10 años buscando a Xiao. Cuando la encontró, la jovencita ya se había convertido en una anciana que andaba cojeando. Xiao también cumplía sus palabras. Se mantenía soltera y seguía aguardando la vuelta de su novio. Al recibir la urna de cenizas, Xiao se echó a llorar desesperadamente.
Pocos días después, se celebró una boda especial. La novia canosa, vestida de rojo, abarcaba cautelosamente la urna en que descansaba su novio. Después de cumplir todos los ritos tradicionales, la pareja entró en la cámara nupcial. Todos los presentes, incluido Gao, se ponían conmovidos por esa escena. Al cabo de varios meses, Xiao falleció tranquila. La enterraron junto con las cenizas de su esposo.
Un día festivo de 2016, Gao volvió por enésima vez a su pueblo natal. Esta vez, no vino solo. Trajo de la isla a su mujer, la hija, dos nietas paternas y dos nietas maternas. Se trataba de un “viaje en busca de sus raíces”. Papá, mamá, venimos a verles, a conocer el origen de nuestra vida. Decía ante la tumba de sus padres.
Antes de irse, “el portador de las cenizas” se arrodilló y tocó el suelo con la frente tres veces. Un rito que había hecho 60 años atrás durante aquella noche de despedida.